jueves, 26 de junio de 2014

Lluvia

Él a veces lo recordaba, recordaba su amor, sus besos, su olor a hombre al despertar, olor que quedaba en sus sábanas durante semanas y semanas. Él a veces, o casi siempre, sentía la necesidad de su abrazo, de un te quiero susurrado por sus labios, de sus ojos fijos después del orgasmo, de sus manos después del orgasmo.

A veces recordaba la primera vez que le dijo te amo y sus corazones jóvenes palpitando, recordaba la ciudad que le prometió mostrar, una ciudad art deco y lejana, una ciudad que solo existía en postales, en fotos antiguas, en la memoria de los que nunca conocerían juntos.

Aquella mañana, aquella ligera y quizás distante mañana de invierno, recordó sus besos… simplemente su boca y sus manos estrechándose en la calle de manera discreta. Él estaba solo y empujado por alguna extraña necesidad de olvido decidió ir al punto más alto de la ciudad, lugar desde donde se observa todo lo que respira en aquella pequeña geografía.

Él lo miró todo y ahí estaba su amor, repartido en tantas historias que alguna vez le contó, repartido en los edificios antiguos, en las calles modernas, en los lugares mas disimiles y raros, en los espacios que ni siquiera existían.

De pronto llovía y sintió la necesidad imperiosa del llanto, del lenguaje fugitivo del dolor. Sus lágrimas se confundían con las gotas de agua, con el ácido citadino, se confundían con sus manos, con su cabeza, con sus zapatos, todo era agua, de pronto todo era llanto. Y así la lluvia se fue deslizando hasta las aceras, hasta las llantas de los buses, hasta el asfalto por el que caminaría todos los días, su llanto y la lluvia enterraban en la ciudad aquel amor que ya no estaba, aquel amor distante que era ya como el amor de los muertos.

Él se fue deslizando con las lágrimas y con la lluvia, bajaba poco a poco, se fue deslizando como queriendo vivir, como queriendo amar, como queriendo pensar en que todo florecería en cada paso suyo, bajó hasta la ciudad que tanto amaba y dejó de llover.


Estaba ahí, de pie, parecía que no había nadie, era como una ciudad deshabitada y el sol empezaba a cubrirlo todo. Las cosas, las casas, las calles, la poca gente, todo estaba limpio y tenía otro color, todo estaba limpio pero él tenía lágrimas de cristal heridas en la mejilla empapado de tristezas, se sentía extemporáneo o quizás se sentía de otra época, de la misma ciudad pero de otra época. Esa mañana, después de la lluvia, después de enterrar el pasado, después de enterrar su amor, decidió que era tiempo de volver a vivir y caminó empapado de lluvias y de lágrimas iluminado por el sol.