miércoles, 17 de febrero de 2016

El Gran Teatro de la Ciudad



A Claudia Elena Román…
más que una amiga, mi hermana.
“He aquí mi poema
Brutal
Y multanime
A la nueva ciudad. (…)
He aquí mi poema:
Oh ciudad fuerte
Y múltiple,
Hecha de hierro y acero”
Manuel Maples Arce
Recuerdo que lo conocí en una tarde gris, como sus ojos; una tarde lejana de aquella Managua pequeña con menos de quince cuadras de este a oeste, y de norte a sur un número similar. Lo conocí en una tarde gris después de caminar a prisa por el Parque Central; ese día todo era calma. En el Palacio Nacional ondeaba la bandera azul y blanco por orden del presidente Zelaya, pero al frente se erigía el cuartel de artillería de los marines yankees, donde se movía libremente la bandera Norteamericana. En medio de ambos edificios estaba La Parroquia. En aquellos tiempos no había automóviles y andar a pie o en coche eran las maneras más rápidas de transporte. Yo prefería siempre caminar. Después de un largo trecho por fin había llegado al edificio más alto de la ciudad, el Teatro Variedades: El Gran Teatro de la Ciudad. Recuerdo que saqué mi pañuelo para limpiar de mis zapatos el polvo acumulado por las calles recorridas. Aún no había calles asfaltadas y con tanto polvo sobre el calzado parecía que la ciudad se nos iba impregnando en los pies.
En aquel teatro, aquella tarde, se había reunido lo más selecto de los Managuas pues Hernán Robleto estrenaba su obra “La rosa del paraíso”. Cuando acabó la función aplaudí con todas mis fuerzas, pues no solo era el estreno de la obra, también era el debut de la primera Compañía Nacional de Teatro. De pronto, sobre el escenario aparecieron sus ojos grises que se clavaron sobre mis manos; mi aplauso vibraba en el edificio mientras él me desafiaba con una sonrisa. Tuvo que pasar algún tiempo para que pudiera verlo otra vez.
Por aquellos años yo tocaba en la Banda de los Supremos Poderes y los conciertos de los domingos en el quiosco del Parque Central cada día ganaban más público. Al atardecer las muchachas llegaban en coches y los muchachos extendían sus manos enguantadas para servirle de apoyo al bajar y tener luego un pretexto para conversar. Coqueteaban con gestos sutiles y los besos parecían llevados en susurro por el viento de un lado a otro. Era un concierto hermoso compuesto por una selecta lista de valses. Aquel domingo, aquel concierto, aquella Retreta se volvió inolvidable.
–Mi nombre es Saturnino –extendió hacia mí su mano lánguida y blanca; había terminado el concierto y yo guardaba mi violín. Era él y sus ojos grises.
–Enrique, mucho gusto –respondí. En ese instante, con las manos aún apretadas, se acercó hasta mi oído rompiendo todos los miedos, todas las miradas y todos los silencios.
–He visto que la otra tarde visitó el teatro y al final aplaudió eufórico, ¿le gustó la obra?
–No más que sus ojos –dije sin pensarlo. Todo estaba dicho.
Managua aún era una ciudad sin bulla nocturna, un pueblo donde había muchos extranjeros y personajes extraños. Apenas había un cementerio, el San Pedro, que tenía una ligera lengua de plata que nos avisaba cuando alguien moría. Esa sencillez poblana hacia que la gente formara tertulias en las afueras de sus casas; había pocos clubes. Una de las tertulias más famosas era la de la familia Huezo, donde se hablaba de todo. Algunas veces fuimos juntos, pues era un lugar donde nos sentíamos siempre bienvenidos. Todos sabían que entre nosotros había algo pero nadie se atrevía a emitir un solo comentario. A veces la pequeña María nos invitaba al patio interior de aquella casa de taquezal y de pronto con una mirada cómplice y traviesa nos dejaba solos. En ese momento rozábamos nuestras manos con gesto sutil y ágil.
Después de aquella casa, nuestro cómplice más fiel fue su camerino en el Variedades. Ese teatro era su vida. Yo esperaba a que terminara cada función, la gente salía, entonces entraba al camerino donde me esperaban pacientes sus inmensos ojos grises. Mientras nos besábamos me entregaba un violín, que siempre guardaba debajo de su perchero, y me pedía que tocara el Vals de la Viuda Alegre; era nuestra pieza favorita de la Retreta.
Con los primeros acordes él empezaba a transformarse en un cuerpo ingrávido, movía lentamente las manos, sus brazos blancos y largos se estiraban hasta el infinito con un gesto extemporáneo, las velas en el camerino proyectaban su sombra sobre la pared, una línea oscura que se movía en aquel diminuto espacio dibujaba formas en la pared mientras me decía:
–Soy un hombre del siglo pasado que dormirá profundamente en un ataúd de cristal cuando llegue el nuevo siglo, dormiré con la música de tus manos y cuando ya nada escuche y cuando ya nada vea, solo tendré sobre el escenario el beso que nunca te he dado frente a todos. Esperare tu beso… el beso que me despierte.
De inmediato paraba de tocar, no soportaba escuchar aquella frase, lo tomaba por los hombros, lo besaba profundamente y nos desnudábamos dejando atrás todo lo que nos hacía infelices. La grisura de sus ojos me observaba profundamente, recorría mi cuerpo oscuro como la madera del violín; sus ojos eran como los dedos del instrumentista deslizándose sobre las cuerdas.
Yo besaba cada borde de su cuello como si fueran los palcos del teatro en forma de herradura; mis manos fuertes apretaban su espalda blanca, tan blanca como la fachada del edificio. Cuando advertía la dureza de mi sexo él bajaba sutilmente, y como en un adagio, su nariz y mis vellos negros agitaban los sonidos en aquel nuestro lugar. Sus piernas eran como el escenario, tan fuertes y tan dóciles, dúctiles y serenas; mi lengua y sus piernas se fundían en un jadeante minuto en el que éramos como el teatro y la luz, como el violín y las huellas dactilares del instrumentista. Al penetrarlo sus ojos grises se dilataban y gemían; el espejo frente a nosotros descubría nuestros cuerpos desnudos. En nuestras mentes el Vals de la Viuda Alegre, en nuestras mentes su cuerpo y mi cuerpo sobre el escenario, mis vellos negros y sus vellos castaños, como el borde del telón principal; sus manos largas y mis brazos fuertes sintiendo el abrazo lleno de sudor, el sudor de hombre recorriendo las letras de una obra teatral solo nuestra.
Pronto la modernidad se esparcía sobre Managua. Por aquellos años aterrizó en la ciudad el primer avión, el primer pájaro de metal que dejaba boquiabiertos a todos los poblanos. Las aves que al atardecer dormían en los árboles de la ciudad, mudaron sus nidos a los cables del telégrafo. Él decía que tan solo por una noche le gustaría convertirse en un pájaro, posarse sobre un cable y leer los mensajes de amor, las cartas que las señoritas ya no reciben. Las aves de la loma de Tiscapa emigraron hacia otras lagunas, pues el general Moncada mandó construir su Palacio Presidencial en aquella loma encorvada; además colocaron el primer sistema de luz pública. La electricidad deleitaba a los diplomáticos.
El vals fue reemplazado por el fox trot  y el jazz; aparecieron las radiolas de baquelita con un acabado elegante y moderno. Las calles lodosas estaban siendo asfaltadas; ya la ciudad no se nos impregnaba en los pies y los coches tirados por caballos fueron reemplazados por los Dodge, Ford y Chevrolet. También aumentaron los cine teatros y La Parroquia fue reemplazada por una estructura de metal traída y diseñada desde Bélgica por el Atelier Metalurgiques bajo la supervisión de Pablo Dambach. Saturnino odiaba al ingeniero venido de europa, decía que era innecesario tanto cambio y que el taquezal era una poderosa herencia que no debía ser reemplazada por el hierro invasor. Aquella estructura de hierro y acero era el esqueleto de la futura catedral.
Felipe Lefranc había firmado un contrato con la Paramount y los poblanos disfrutaban del cine: el arte del nuevo siglo. También los mecenas empezaban a invertir en el nuevo arte, pues las ganancias eran cuantiosas. En el parque se mantuvieron los recitales y las zarzuelas. ¡Ah! El Parque… El quiosco blanco fue suplantado por una glorieta Art Decó que Robleto mandó construir cuando lo nombraron Ministro del Distrito Nacional. Le pusieron faroles eléctricos, eran pequeñas cajas de cristal sin luz propia, parecían luciérnagas venidas de tiempos futuros. Una noche, iluminado por esas luces, mis manos tocaban el violín y él apareció con su mejor traje; nos miramos y desde lejos sonrió. Pronto terminó el concierto y acercándose me dijo: –Vámonos al teatro ahorita mismo –me tomo por el brazo y nos fuimos.
No era la misma rutina de siempre; había algo extraño aquella noche. Sus ojos grises estaban atormentados. Entramos al teatro, llegamos hasta el camerino, se desvistió y me pidió que tocara el vals; las luces tenues de las velas dibujaban su silueta. Empecé mientras él decía:
–Soy un hombre del siglo pasado que no dormirá en un ataúd de cristal esperando tu beso. Cerrarán para siempre el teatro, pues las entradas no dan para más y no hay patrocinadores para las obras; el cine roba todos los ojos de la ciudad y ya no habrá más Variedades.
Paré de tocar, él lloraba; yo sabía más que nadie lo que significaban aquellas palabras. No pude hacer más que abrazar su cuerpo desnudo hasta que nos dormimos en aquel lugar. A la mañana siguiente me desperté temprano y él aún dormía. Ese día se cumplían diez años desde nuestro primer encuentro. Todo había cambiado… incluso la ciudad. Fui hasta el escenario, preparé mi atril, pues quería darle una sorpresa: un recital solo para él. Había algo extraño en aquel escenario, los palcos no estaban iguales aquel día, había una profunda soledad invadiendo cada rincón. De pronto su voz desgarradora vino desde el camerino: –¡Enrique! –gritó, y de inmediato corrí, pues nunca lo había escuchado alzar tanto la voz; siempre tuvo mucha calma en su boca.
Cuando entré estaba aún en el suelo, sentado sobre nuestra cama improvisada; sus ojos tenían la fuerza incontenible del pánico; sus ojos grises agitados como el mar. No sabía con exactitud lo que pasaba, traté de calmarlo y lo tome entre mis brazos. En ese momento gritó: –¡Mi mano! ¡Enrique, mi mano! Subió ambos brazos y casi cuando estaban frente a mis ojos me di cuenta que sus manos no estaban; habían desaparecido. No entendía lo que pasaba, pero sabía que no era bueno.
Lo dejé sobre la cama, corrí hasta la puerta pero estaba cerrada; de pronto escuché que desde afuera venía un ruido de máquinas y de hombres; el edificio se estremecía. Volví al camerino y antes de que yo dijera una sola palabra él habló con voz seca: –¡Ya vinieron, lo sé! ¡Llévame al escenario!.- No pregunté nada y solo hice lo que me pidió; nunca me gustó contradecirlo. Lo puse en medio del escenario como me ordenó.
–Toca para mí, quiero escuchar tu violín. Hoy cumplimos diez años –No entendía lo que pasaba, de pronto estaba tan sereno, tan decidido, tan tranquilo; yo estaba asustado, no podía verle los brazos; él estaba sin manos y afuera había ruido de máquinas. Tomé el violín y me senté; toqué el recital que había preparado con tanto esmero para celebrar que aún estábamos juntos.
Había seleccionado los mejores valses de mi repertorio. Empecé con “Cuentos de los Bosques de Viena”. Se levantó de la cama y empezó a bailar por todo el escenario. Éramos él y yo; solos él y yo. En uno de sus giros descubrió su hermosa piel blanca; estaba ante mí desnudo, mientras afuera seguían los ruidos del hombre y la máquina; parecía que la modernidad nos circundaba. De pronto sus brazos desaparecieron. Mi respiración se hizo más profunda; empecé a tocar “La Princesa del Tan Tabarín” y sus piernas desaparecieron, ahora su larga figura blanca parecía un pañuelo saludando al viento.
Sus giros se hacían más ligeros, ingrávidos, y de pronto no se escuchaba más que mi violín y su respiración. Seguí con “El Vals de la Viuda Alegre” y su torso ya era inexistente; ahora únicamente estaba su cara en el escenario y con los ojos grises fijos sobre los míos decía:
–Soy un hombre del siglo pasado que dormirá profundamente en un ataúd de cristal cuando llegue el nuevo siglo; dormiré con la música de tus manos y cuando ya nada escuche y cuando ya nada vea, solo tendré sobre el escenario el beso que nunca te he dado frente a todos. Esperare tu beso… el beso que me despierte.
Terminó de decir la última palabra y un estruendo estremeció las paredes del teatro, era la máquina y los hombres; era el ruido de la nueva ciudad. Me turbé por un instante y al regresar mis ojos al escenario solo estaban sus ojos grises y profundos, como la primera vez que lo ví. Los tomé entre mis manos, mientras otra sacudida hacia tronar cada parte de los balcones; el polvo invadió el escenario y vi por última vez aquellos ojos grises, mientras la modernidad hacía que el techo del Gran Teatro de la Ciudad cayera sobre nosotros abrazándonos por última vez.


Nota: Este texto fue publicado en la revista El Hilo Azul, Revista literaria del Centro Nicaragüense de Escritores. Año V. N 10. VERANO 2014